El pintor, según Leonardo, debe estar versado no sólo en un tipo de perspectiva. La distancia es tan importante para el tamaño de los objetos como para la gama de los colores. Algunos tonos tienden a oscurecerse a determinada hora y otros alcanzan una mayor intensidad. Así el aire enrarecido y la neblina tiñen de gris la cresta de las montañas, y al paso de las intensas corrientes de viento la enorme sombra de las nubes camina despacio sobre los pinos… La risa de Alejandro me interrumpió: el repicar de campanas sonaba a lo lejos tras el simpático tránsito de tres vacas. Del Tratatto de Da Vinci regresé a las montañas escarpadas, de meditar acerca de los colores sentí unos brazos tibios envolviendo mi cuerpo. Estábamos en Suiza.
Sucedió la última tarde en Berna. Por una de las calles que desemboca a la glorieta había una boutique. De lejos imaginé que vendía antigüedades y que habría fotos envejecidas en portarretratos dorados, pero cuando me acerqué vi un par de afiches y un teatro miniatura: justo en el centro del telón había un arlequín dibujado en tinta negra. Alrededor vi varios escenarios diminutos rodeados de palcos y asientos, con figuras hechas sin mucho detalle, todo construido en papel y cartón, cubierto con colores claros. Tomé unas cuantas fotografías y entré. Al fondo, reclinado sobre un escritorio, había un hombre que miraba a través de una lupa mientras abría y cerraba unas tijeras. Lo saludé.
Intercambiamos unas cuantas palabras. Su voz dejaba entrever cierta melancolía que podía confundirse con dulzura. Cada vez que yo hablaba él movía con suavidad la cabeza como si esperara un secreto. Alcé la voz un poco. Él tomó de nuevo asiento y delante de la lámpara advertí algunos pedacitos de papel prendidos a su traje. Alrededor se levantaban varias estanterías cubiertas con escenarios de cartón y afiches de óperas casi descoloridos. Había libros de gran formato sobre las mesas y también en atriles obras abiertas de par en par llenas de recortes de diarios viejos. Apenas miró mi cámara fotográfica me sonrió.
Era el primer día que abría después del accidente. Se había raspado un poco las rodillas y todavía le dolía el brazo, pero ahora que volvía a su boutique se sentía bien… “Calypso”, era el nombre, “Calypso” porque había participado en la expedición de Cousteau llamada así; después de la muerte de su esposa, hace ya nueve años, decidió abrir la boutique y se dedicó a fabricar y vender escenarios diminutos de las óperas más reconocidas. Me habló de sus intérpretes favoritos, de las piezas de Mozart, me miraba detenidamente esperando que yo le preguntara algo, y siempre sentía la necesidad de explicarme quiénes eran esas personas que mencionaba con tanto afecto. Hablaba de los años cuarenta, de los sesenta, confundía a menudo las décadas como si convergieran en un mismo momento los miles de días que había vivido… Tantas personas, el señor Cousteau, su esposa, el asombroso viaje a la luna, la ópera… Me mostró una de sus obras maestras. Era un libro que tenía a un lado las ilustraciones clásicas de Veinte mil leguas de viaje submarino y al otro algunas fotografías de la expedición Calypso; claro, me dijo riéndose, ni modo de comparar al Capitán Nemo con el capitán Cousteau. También tenía un libro parecido con las fotografías del viaje a la luna y las ilustraciones clásicas del libro de Verne, en ambos pareciera que la diferencia entre la imaginación y el recuerdo fuera la diferencia entre la tinta negra y el color. Durante el rato que estuve, siempre con un francés elegante y una voz recia, me contó varias historias a la luz de un par de lámparas. Al final, no sé si por el brillo de la madera, sentí el lugar tibio.
Tenía noventa y dos años. “Y el señor Cousteau me decía joven”. Miró el retrato del explorador y me sonrió queriendo saber sin preguntarme cuánto años tenía: veintitrés, veinticuatro… Le pedí que me permitiera tomarle una foto justo en la entrada de “Calypso”. Primero limpió su chaqueta de pelos de gato y de pedacitos de papel, vestía una camisa blanca con el cuello abierto, era delgado, se cruzó de brazos con una actitud tranquila y mirando el lente de mi cámara, con su rostro fino y el mentón pronunciado, se reclinó sobre el marco de la entrada: click: en la entrada él con un traje que tenía el mismo tono del muro, gris; a un lado en forma de medialuna la vitrina; al interior un aviso que se lee con dificultad, en castellano: “Toma algo de tiempo para soñar”.
Cuando le conté a Alejandro sentí que llevaba conmigo algo extraño y maravilloso. Él me terminó contando la historia de los jardines japoneses, de las peleas de grillos en china, de los barcos encerrados en las botellas de cristal. Preferimos hablar del arte de la miniatura y no de la naturaleza del recuerdo. Ninguno de los dos supo dónde aparecía una isla llamada “Calypso”. En el visor de mi cámara vimos una a unas las fotos de Berna, él se detuvo en las montañas y en las fotos de la boutique, yo quise pensar a los recuerdos como miniaturas de lo que vivimos, pero cuando vi desde la ventanilla del avión la sombra de las nubes y la altura de las montañas, sentí que la perspectiva no le pertenece sólo al espacio y a los colores. Claro, el lienzo espera un pintor. Digamos por ahora que en la vida la memoria es el punto de fuga del tiempo.